En un espacio donde las personas viven la
experiencia de descanso, de vacaciones y de ocio, en una calle de Los
Cristianos, en el municipio de Arona, en el sur de la isla de Tenerife, bajo
los escombros de un edificio que se derrumba inesperadamente, siete personas
han muerto.
¿Sobre qué se sostiene nuestra seguridad? ¿Dónde
podemos esconder nuestro miedo y nuestra angustia? ¿Es posible vivir sin
sobresaltos y sin tener que narcotizar nuestra percepción de la realidad para
no entristecernos? ¿Por qué estas desgracias? ¿Quién es el culpable, o al
menos, el responsable? ¿Nos quedaríamos más tranquilos si supiéramos que fue un
error de los ingenieros que lo construyeron, o de la empresa constructora, o de
los operarios de la reforma? ¿Nos daría más seguridad personal conocer que
nosotros vivimos y dormimos en un edificio bien construido? ¿Está bien
construido el edificio de nuestra seguridad personal? ¿Es posible que lo esté?
A todas estas preguntas no les quiero dar
respuesta. Me consuela la experiencia de interrogarme por las cosas. Al menos
me recuerda que mi ánimo trasciende la realidad que aparece, con frecuencia, a
nuestros ojos con un verdadero patetismo. Me consuela saber que soy capaz de
preguntarme por el sentido del dolor ajeno en el ámbito de una empatía que me
lo hace sentir y me lo aproxima. ¿Para qué sufrir así?
Y sin embargo, a 300 metros, en la playa, siguen
tomando el sol otras personas como si esta desgracia no fuera con ellos y se
tratara de una historia de ciencia ficción que desparece al apagar el
telediario o cerrar la página de sucesos de la prensa escrita. No ha pasado
nada. Como un niño al que le privan de ver el féretro de su abuelo desde la
pseudo certeza de que ver el sufrimiento y la muerte de los que quiere es más doloroso
que imaginarlo con las explicaciones bobaliconas de una estrella en el
firmamento.
La vida es diferente a lo que imaginamos. Y el
dolor no desaparece por evitar mirarlo de frente. Una forma inhumana -por
inconsciente- de vivir la grandeza de una vida que nos sorprende por inesperada
y descontrolada. Una angustia inteligente que se viste de huésped que no
invitamos. Así es este vivir que no hemos elegido. Grande porque no nos evita
experimentarlo en toda su crudeza. Precisamente porque lo puedo pensar es por
lo que vale la pena vivirlo. Y existo porque me salpica el amor en el
dolor.
Siempre hay una esperanza entre los escombros de
la vida. Hay esperanza.
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